14 de marzo de 2020: el silencio

Llevábamos semanas escuchando hablar de un virus que estaba causando estragos en China, pero China estaba muy lejos y lo mirábamos con distancia. Pero los virus no entienden de fronteras y menos aún en un mundo globalizado, así que el virus llegó a Italia. Ya estaba en Europa y empezamos a preocuparnos, pero era Italia, no España. Hasta que empezaron a surgir casos aquí, en nuestra casa. El virus no había respetado nuestros invisibles límites, no nos respetaba y el día 14 de marzo de 2020 se dictó aquel decreto ley que nos decía que, salvo para supuestos puntuales, debíamos quedarnos en casa.

Serían solo dos semanas, o eso pensábamos. A esas dos semanas, las siguieron otras dos, y luego otras, …, y así pasamos más de 3 meses. El miedo, ese miedo a enfermarnos, a morirnos, pasó a ser nuestro compañero, un miembro más de la familia.

Y las calles se quedaron vacías. Apenas se veía algún coche, algun perro acompañado de su dueño. Y en los parques se hizo el silencio.

Los columpios estaban inmóviles. No había risas, gritos de emoción, algún llanto. El virus acechaba y la seguridad del hogar no debía comprometerse.

La arena del suelo estaba inmóvil. No había carreras, no había brincos, no había pasos. Los bancos estaban vacíos. Los adultos también estaban en casa, porque lo importante era seguir vivos. El virus mataba.

Y, durante meses, en esos entornos de algarabía, conversaciones y vida, se hizo el silencio, se llenaron de soledad y desolación, de añoranza de los que estaban en sus casas, desconociendo que aquéllos también les extrañaban.

Resistiremos

Comienza el último mes de 2020, el año en que incorporamos a nuestro vocabulario palabras como «pandemia», «coronavirus», «covid», «PCR», «teletrabajo» o «confinamiento». El año en que las mascarillas pasaron a ser nuestro principal complemento al salir de la protección de nuestras casas, que dejaron de ser sólo un hogar para convertirse en un refugio. El año en que aprendimos a valorar, más que nunca, los besos, los abrazos, el contacto estrecho con nuestros seres queridos.

También aprendimos que no importa si nos conocemos o no, si somos cercanos o no, nuestras vidas se entrecruzan y dispersan como los cables de alta tensión en sus torres, y que lo que haga uno nos afecta a todos. Que no somos seres solitarios, por más que la «distancia social», otra expresión que ya forma parte de nuestro lenguaje cotidiano, nos haga sentir la soledad.

Y los momentos de esperanza, esos en que parece que vemos el final de esta terrible situación, se diluyen como una nube que curiosa se acerca al árbol, pero que no sobrevivirá en él por mucho tiempo, porque el aire, tan invisible como los virus, no lo permitirá.

Resistiremos, como el árbol, como los cables, como las torres. Aprenderemos a vivir con el virus, como se vive con el viento. No nos queda otra opción, porque 2020 se acaba, pero la pandemia no.

Luz y luna

Cae la noche y se encienden las luces de la ciudad. Esas luces que dan ese tono anaranjado, que modifican la realidad que vemos durante el día.

Si, además, tienes la suerte de vivir en una ciudad con mar, podrás disfrutar las luces reflejadas, alargando sus haces sobre esas aguas que los mecen con la dulzura que una madre mece a un niño.

Y también está ella, la Luna, que se asoma por la ladera de la colina para contemplar ese mar iluminado. Para competir con las farolas al iluminar la noche. Y, cómo no, para velar los sueños de esa ciudad dormida bajo su manto.

Y, al llegar el alba, las luces se apagarán y la luna se ocultará para dejar paso al sol que acompañará al bullicio, las prisas, la vida. Esa vida que, si no fuera por la luna y las luces, parecería detenida.

Molinos de Corroriu

En el asturiano concejo de Quirós se encuentra este lugar en el que el tiempo parece detenerse y el único sonido es el de las aguas del río que bajan entre las piedras, sin descanso, como ávidas de llegar a su destino final, para dejar de ser dulces y llenarse de sal.

Esas aguas que en el camino, además de arrullarnos con su sonido, también cumplen su función de «motor» de esos molinos donde, principalmente la escanda, se convierte en la harina que luego será pan, cumpliendo, como el agua, su ciclo.

Pero no todo el agua discurre entre plantas y piedras en su camino hacia el mar. Las pequeñas gotas que el rocío de la madrugada deposita sobre las telas de araña, permanecen quietas, impasibles, ante el paso de las horas, negándose a abandonar el paisaje del que forman parte, del que son un elemento más.

Y fuera el mundo sigue, y el tiempo transcurre inexorable, segundo a segundo, día a día. Y toca volver a la realidad y dejar atrás al silencio, al agua, a las telas de araña y todas esas efímeras sensaciones que allí sentimos. Pero no volvemos igual que llegamos. Algo de aquella magia se nos adhiere al alma y nos acompañará para siempre.

Somiedo

Los datos objetivos son que el concejo de Somiedo, Asturias, se enmarca dentro del Parque Natural de Somiedo y es Reserva de la Biosfera.

Los subjetivos, los que cada uno experimenta ante lo que ve, son individuales, nacen de las emociones, de los sentidos, de la falta de aliento al contemplar la inmensidad de un paisaje que se extiende más allá de donde los ojos permiten ver, ya sea con los restos de la nieve que se resiste a abandonar las montañas que han sido su hogar durante los meses de invierno,

o con los tonos ocres de la vegetación que nos vamos encontrando a medida que bajamos desde la montaña.

Y, entre vegetación y montañas, se encuentran unas pequeñas construcciones que se encuentran los teitos.

Los teitos, son construcciones ganaderas, de paredes de piedra y tejado de madera con cubierta vegetal, que también servían de alojamiento a los vaqueiros de alzada, que subían a las brañas a cuidar el ganado entre los meses de mayo y octubre, cuando los rigores del invierno lo permitían.

Difícil para los urbanitas que se acercan a disfrutar de naturaleza y paisaje, imaginar una vida en ese lugar, alejado de las comodidades, lujos y ventajas de las que se goza hoy en día.

La montaña, tan bella como despiadada, tan agreste como protectora, sigue llamando nuestra atención, sigue dejándonos sin palabras ni aliento y nos atrae a contemplarla, a admirarla, a acercarnos a ella haciéndonos sentir más pequeños aún de lo que somos a su lado.

Riotinto

Nací y me crié en la cuenca minera asturiana. El verde de los montes y el negro de carreteras y ríos son los colores que identifican mi paisaje, mis recuerdos de infancia.

Pero en otra parte de España, concretamente en la otra punta del país, hay una cuenca minera que combina el verde de lomas y árboles con el ocre de la tierra y el rojo del río.

No parece un paisaje minero, ni su color, ni sus edificaciones son las que mi mente me dice que deben ser.

Pero allí están las tolvas,

y las viejas locomotoras,

y los talleres, con sus vagones ahora vacíos pero que, no cuesta tanto imaginar llenos de minerales, aunque el paisaje sea más árido y los colores sigan sorprendiéndome.

Y a pocos kilómetros de esas vías de tren abandonadas aparece un símbolo que sí es mío, que es parte de mis recuerdos, de mis vivencias, de lo que soy: el castillete. Erguido, desafiante, protector. Ya no tiene actividad, pero sigue mostrándose orgulloso al cielo.

Y a los pies del castillete, la entrada a la galería. Ese pasillo subterráneo, oscuro, húmedo, entibado con madera o hierro para dejar pasar a esos hombres, muchos casi niños, que se dejan la salud y la vida en las profundidades de la tierra para extraer el sustento de sus familias.

Vuelvo a mi infancia. Mi mente vuelve a mi cuenca minera, al verde, al negro, porque aquí dentro los míos son más míos y mi orgullo de «niña de humo», como dice el libro, vuelve a salir con más fuerza.

Y al final de la galería, la sorpresa. El lago formado por toda esa agua subterránea que inundó las plantas inferiores de esta mina, borrando las huellas de quienes un día caminaron por las laderas de esta montaña abierta para que se extrajera el contenido de sus entrañas.

Y retrocedo por la galería, y vuelvo a mirar el castillete y observo el rojo, el ocre y el verde del paisaje y me doy cuenta que no importa si se extrae hulla, cobre o zinc, porque los míos siguen siendo míos, aunque su paisaje y sus colores sean otros.

Cascada de Xurbeo

Asturias tiene rincones que, a menudo, pasan desapercibidos para los urbanitas. Rincones como el pequeño pueblo de Murias, en el concejo de Aller, que desde la ladera de la montaña contempla al visitante que se acerca.

Frente a la entrada del pueblo, al otro lado de la carretera, comienza una senda que, desde los primeros pasos, muestra la belleza del paisaje y la vegetación autóctonas. El verde o, mejor dicho, los verdes que conforman el paisaje asturiano, el de los robles, el de los castaños o el de los avellanos.

El puente, con su barandilla de madera, ejerce de puerta de entrada al bosque y de testigo mudo de cuantas personas osan cruzarlo.

La ruta apenas tiene 1,3 km de ida, y otros tantos de regreso, pero esconde sorpresas, como estas piedras que sirven de banco al caminante. Un punto de parada para respirar el aire puro, para escuchar a las aves o el sonido del río Negro, cuyo rumor nos acompaña todo el camino…

… o troncos que se yerguen, contradiciendo lo que el paso del tiempo debió hacerles, que muestran orgullosos el lugar que el árbol que algún día fueron ocupó, reivindicando su memoria.

Y, casi al final de la ruta, está ella, la cascada de Xurbeo. El regalo que todos los que iniciamos la ruta vamos buscando. Sus 20 metros de altura imponen, aunque en verano apenas lleve agua.

Y, para acompañarnos en el regreso al pueblo, el agua que cae desde lo alto, cruza hasta el río Negro, cruzando bajo el pequeño puente que permite ver la cascada en todo su esplendor

Sin duda, un lugar que visitar, un lugar al que volver, un lugar para recordar.

Fuegos artificiales

Cuando la mezcla de dos elementos tan básicos como el fuego y la pólvora se convierte en un espectáculo de luces, colores y sonido, algo dentro de mi se activa y me vuelvo niña.

Y sonrío como si no hubiera razones para otra cosa en el mundo, porque durante esos efímeros instantes, realmente no lo hay. El mundo se para y sólo queda la emoción a flor de piel.

Y me siento feliz y emocionada ante la belleza de formas y colores se forman y desaparecen en la negra noche, convirtiéndola en su mejor aliada.

Y, cuando todo termina, y en el cielo ya solo queda el humo, o ni siquiera eso, como prueba de lo que antes hubo, emprendo el camino a casa con la misma sonrisa, con mejor ánimo y con deseos de que ese sentimiento se vuelva, a diferencia de los fuegos artificiales, en eterno.

Grajal de Campos

En estos tiempos donde la tecnología y la inmediatez son la norma, sorprende y agrada encontrarse que aún quedan muchos lugares a lo largo y ancho de esta España mía, esta España nuestra, que cantaba Cecilia, en los que el tiempo parece haberse detenido, como ocurre en Grajal de Campos, una pequeña población (234 habitantes según censo de 2017) de la provincia de León.

A los visitantes los recibe un espectacular castillo, una construcción militar levantada en el siglo XVI  sobre los restos de otro castillo anterior, del siglo X. Se le considera el primer castillo artillero en España. Es un impresionante edificio diseñado por el arquitecto Lorenzo de Aldonza, llevado a cabo entre los años 1517 y 1521, por orden de Hernando de Vega, y finalizado por su hijo, Juan de Vega, primer conde de Grajal de Campos. Tiene planta cuadrangular con 4 torreones donde se emplazaban los cañones de mayor calibre. Está construido sobre un pronunciado talud.

Un castillo que quedó abandonado a su suerte en el siglo XVIII, cuando los condes de Grajal dejaron de vivir en el pueblo y que, aunque fue declarado Monumento Nacional el 3 de junio de 1931, actualmente se encuentra rellenado de tierra y jamás se ha restaurado.

Una lástima que hayan desaparecido el foso con su puente levadizo y su poterna de entrada, porque eso nos transportaría, aún más, a esos tiempos de caballeros y doncellas de los cuentos infantiles.

La Olmeda

No es difícil imaginar un campo árido de Castilla en el mes de julio, bajo un sol abrasador. Quizás es un poco más difícil retroceder en el tiempo y pensar en ese campo a finales de los años sesenta. Pero hagamos el esfuerzo e imaginémoslo, porque ése es el escenario del que parte esta entrada.

En julio de 1968, en terrenos propiedad de  D. Javier Cortes Álvarez de Miranda, en el término municipal de Pedrosa de la Vega (Palencia), mientras se llevaban a cabo labores agrícolas, se encontraron una pared, que tras los pertinentes trabajos arqueológicos resultó ser la Villa
Romana de La Olmeda
, una gran mansión rural del Bajo Imperio Romano (s. IV d.C.). D. Javier sufragó los gastos de sus excavaciones, mantenimiento y conservación hasta 1980, año en que cedió La Villa a la Diputación.

A mediados de los años ochenta se levanta el edificio que albergará y protegerá la villa, y que hoy nos encontramos al llegar una mañana de julio, 51 años después.

En el interior, en un espacio diáfano que se recorre mediante pasarelas, encontramos restos de mosaicos…

… de la distribución interior…

… de las habitaciones principales…

… de las termas, pieza fundamental para los romanos…

… y de las letrinas, bastante menos privadas de lo que estamos acostumbrados en la actualidad.

Los restos, que apenas levantan unos centímetros del suelo, desvelan la gran casa que era. Y, para quienes tengan menos imaginación o, simplemente, no tengan ganas de imaginar, no falta el dibujo que recrea lo que pudo haber sido y fue.